lunes, 22 de febrero de 2010

Piratería bajo los mares

Vincent Noce, periodista del diario Libération, París.


La tecnología permite ahora el acceso a los restos de naufragios ocultos en las profundidades marinas. Pero, ¿a quién pertenecen estos tesoros? Algunos Estados toleran su dilapidación.


El museo más grande del mundo yace bajo las aguas. Nadie conoce la cifra exacta, pero cientos si no millares de navíos se fueron a pique en el fragor de las batallas o bajo la violencia de las tempestades, llevándose hacia los fondos marinos ánforas romanas, lingotes de oro, cañones y cajas de porcelana china.

Para dar una idea del tráfico marítimo que alcanzó un desarrollo sin precedentes en el siglo XVI, la flota de la Compañía Neerlandesa de las Indias hizo en dos siglos 8.000 viajes de ida y vuelta a China. Pero hasta mediados del siglo XX, ante la imposibilidad de acceder a este museo sumergido, los océanos eran una inmensa caja de caudales en la que dormían esos tesoros de las civilizaciones.

Hace poco más de 2.700 años, dos de los navíos más antiguos descubiertos tuvieron un destino funesto al parecer cuando, cargados de ánforas de vino, se dirigían de Tiro hacia el Egipto faraónico. Esos dos vestigios fenicios, de menos de veinte metros de longitud, fueron localizados en junio de 1999 frente a las costas israelíes por Robert Ballard, descubridor de los restos del Titanic, y Lawrence Stager, arqueólogo de la Universidad de Harvard, a quienes se les había encargado la búsqueda de un submarino israelí, el Dakar, desaparecido en el mar en 1969 con sus 69 tripulantes. Dos pequeños robots submarinos, el Jasón y el Medea, se sumergieron a 300 y 900 metros de profundidad para filmar e iluminar los restos de los dos navíos fenicios y permitieron comprobar que se encontraban en excelente estado de conservación.
Como explica Ballard, las aguas profundas, cuyo contenido de oxígeno disuelto es más débil, constituyen una mejor protección que las aguas bajas: “A esas profundidades, la falta de luz solar y las fuertes presiones permiten conservar esos testimonios históricos mucho mejor de lo que pensábamos.” En efecto, una nave de 3.300 años de edad descubierta cerca de Turquía en aguas menos profundas, así como otras dos naves fenicias, procedentes del siglo vii a.c. halladas cerca de Murcia, en España, se encontraban en mucho peor estado.

El hallazgo de los dos navíos al sur de Israel causó sorpresa, pues se ignoraba que los fenicios comerciaran utilizando esa ruta marítima. Un decantador de vino (prueba de que entonces el vino se decantaba), anclas de piedra, vasijas de barro y un incensario se encontraron en medio de ánforas típicas del estilo de esa época tiria. Ello permitió establecer con aproximación la fecha del naufragio y sobre todo el origen de los barcos. “En un futuro próximo”, según Ballard, “se producirán sin duda otros hallazgos importantes que van a modificar radicalmente el mapa del comercio marítimo de la Antigüedad.” El descubrimiento frente a las costas de Sicilia de navíos romanos ha confirmado una hipótesis controvertida durante mucho tiempo según la cual los romanos eran perfectamente capaces de alejarse de las costas para navegar en aguas profundas.


Avances tecnológicos y nueva legislación

Ahora bien, hasta hace medio siglo, antes de la aparición de la escafandra autónoma, el hombre no tenía ningún medio para acercarse a los restos de naufragios en los fondos marinos. La primera exploración submarina, obra del comandante Jacques-Yves Cousteau, data de 1952 y se llevó a cabo cerca de Marsella, puerto sumamente activo del Mediterráneo romano. El equipo recogió ánforas griegas y romanas que dejaron perplejos a los especialistas pues entre ellas había por lo menos un siglo de diferencia, hasta que advirtieron que estaban en presencia de dos navíos que se habían ido a pique uno sobre otro. En ese entonces, no había ninguna legislación ni órgano de referencia, ni en Francia ni en otro lugar, para esta actividad que era totalmente libre. André Malraux, ministro de Cultura de Francia, creó en 1966 el departamento de investigaciones arqueológicas submarinas del Ministerio de Asuntos Culturales, obligando también a formular una declaración cuando un vestigio se descubre en las aguas territoriales.

En 1989, dos años después de la aprobación de una ley similar en Estados Unidos, el Estado francés se reservó la propiedad exclusiva de los tesoros submarinos sumergidos en sus aguas, mientras que anteriormente era posible compartirlos. Desde entonces, las declaraciones de descubrimiento disminuyeron de 250 al año a menos de 50. Para contrarrestar esta baja, el Estado estableció siete años más tarde la posibilidad de pagar una prima al descubridor, que puede llegar a 30.000 dólares según el interés científico. En la práctica, ésta se abona rara vez. El riesgo del secreto vale la pena, ya que una hermosa ánfora antigua puede negociarse por unos 1.500 dólares en el mercado.

Los aficionados piensan que las ánforas son mudas. Craso error, pues éstas “hablan”: nos informan sobre la época del naufragio, la nacionalidad de los navegantes, por no hablar de los modos de acondicionamiento de los productos transportados. Las más de las veces son ellas las que señalan a los equipos especializados la existencia de restos de barcos antiguos que, en cambio, desaparecen en la arena. Durante catorce siglos, de 770 a.c. a 700 d.c., las ánforas sirvieron para transportar vino, aceite, salmueras, especias, té… Después serán la porcelana y los cañones los que proporcionarán otras señales visibles de los naufragios. Entre las ánforas y estos últimos objetos hay un espacio en blanco, sea porque los restos de los navíos se han desintegrado o permanecen invisibles o porque el tráfico marítimo disminuyó.


Un testimonio histórico y arqueológico

Fue un cañón cubierto de sedimentos marítimos y moluscos el que señaló la presencia, en las cercanías del archipiélago venezolano de Las Aves, de la flota enviada por Luis XIV para expulsar a los holandeses de las Antillas. Después de haber saqueado Tobago, la escuadra al mando del conde Jean d’Estrées puso rumbo a Curação, donde su victoria sobre los holandeses habría sido aplastante si, el 11 de mayo de 1678, la mitad de sus naves —13 buques de guerra y 17 navíos corsarios— no hubieran naufragado a causa de la tempestad. De 5.000 hombres, 500 perecieron en medio de las olas y un millar murieron de hambre y enfermedades tras haber sido arrojados en islas desiertas.

Esta catástrofe dio al traste con las esperanzas de los franceses de reinar sin contrapeso sobre el Mar Caribe, que pronto se convirtió en un refugio de piratas. Pero hoy en día, aunque no enarbolen la bandera negra con una calavera, los piratas no han desaparecido. El venezolano Charles Brewer-Carias y el estadounidense Barry Clifford localizaron en medio de otros vestigios el navío almirante Le Terrible, defendido por 70 cañones y 500 tripulantes. Venezuela, que no dispone de medios para hacer explorar el sitio por un organismo estatal de búsquedas arqueológicas, otorgó a la empresa de obras públicas Mespa una licencia de exclusividad para excavar y comercializar todo lo que pudiera serlo. Clifford se declaró “horrorizado” por la concesión del sitio a un inversor privado: “Algún día el pueblo venezolano se sentirá a su vez horrorizado por lo que se autorizó en Las Aves.” “Trajimos un arqueólogo a bordo del navío de investigación”, se defiende Mespa, que admite sin embargo que desea rentabilizar su inversión creando una “industria” de los descubrimientos.

“Cada vez que se produce una situación similar, los grandes perdedores son los Estados. No es más que una forma moderna de piratería”, afirma John de Bry, arqueólogo de Florida. La empresa privada piensa que puede encontrar efectos personales de valor del conde de Estrées y de sus oficiales, pero los arqueólogos dudan de que una flota de guerra pueda contener un verdadero “tesoro”. En cambio, temen que se pierda el testimonio histórico y arqueológico de los vestigios y de su posición. La construcción de los navíos debería ayudar a entender mejor la arquitectura naval de la época en que Colbert creó una marina real y la industria que la acompañaba.

Efectuar una relación precisa de la posición de los diversos objetos en el fondo antes de izarlos es una operación delicada que toma tiempo y cuesta caro. La exploración submarina es una actividad sumamente onerosa en aras de un resultado aleatorio. Pero como la rentabilidad es la única preocupación de los cazadores de tesoros, y un día de excavaciones cuesta una fortuna, se apresuran a extraer lo que tenga un valor monetario inmediato, aunque deban destruir todo a su paso. Y algunos han llegado incluso a utilizar explosivos. No les interesan los vestigios sin valor que apasionan a los historiadores: una inscripción en el fragmento de una vasija puede indicar una ruta marítima, un pedazo de calzado decirnos mucho sobre la vestimenta de los marinos, un esqueleto revelar heridas o carencias alimentarias. El casco del Maurithius, que naufragó frente a las costas de Guinea de regreso de China en 1609, estaba aún tapizado de casi 20.000 escamas de cinc casi puro, testimonio del adelanto de la metalurgia china frente al retraso de Europa en la materia.

El problema de la concesión de licencias se planteó a una escala aún mayor en el archipiélago portugués de las Azores, uno de los fondos más ricos del planeta, pues constituía una escala obligada en la travesía del Atlántico. El Museo Nacional de Arqueología de Portugal ha contabilizado 850 navíos españoles y portugueses hundidos allí, muchos de ellos cargados de oro. Ochenta y ocho yacen en la bahía de Hangra do Heroismo, donde en 1972 desembarcó el cazador de tesoros británico John Grittan. La aventura concluyó para él con la cárcel, donde pasó casi dos meses, y con la prohibición de proseguir sus actividades. Hasta que casi 25 años después, amparándose en una nueva ley que autoriza a las empresas privadas a excavar los fondos del archipiélago, regresó como director de la sociedad Arqueonáuticas, presidida por el contralmirante Isaías Gomes Texeira, una de las primeras en obtener un permiso para realizar búsquedas y proceder a su explotación.

Uno de los más célebres cazadores de tesoros, Bob Marx, establecido en Florida, se declaró interesado, ofreciendo un reparto al término de la operación: 50% de los descubrimientos para él a menos de 50 metros de profundidad, 70% más allá de este límite. “¡Con esta legislación, hemos sacrificado la historia en el altar del dinero!”, exclama Francisco Alves, director del Museo Nacional de Arqueología de Portugal. Mientras tanto, los españoles analizan febrilmente los tratados de derecho para saber si pueden salvar el patrimonio de sus propios galeones.
A veces, los cazadores de tesoros realizan beneficios colosales. Uno de ellos, Michael Hatcher, de dudosa reputación, obtuvo unos quince millones de dólares de la dispersión de la porcelana china hallada en el Geldermalsen, navío holandés desaparecido en 1752 en el Mar de China. Christie’s, la principal firma mundial de ventas en subasta pública, se especializó en un momento dado en ese tipo de operaciones, pero ahora es más cautelosa en vista de las controversias y dificultades jurídicas que suscitan. Aunque Hatcher declaró haber hallado los restos del naufragio en aguas internacionales, algunos investigadores sostienen que éstos se encontraban en la zona marítima de Indonesia. Ese país inició una investigación, pero uno de sus responsables desapareció al sumergirse en el sitio, lo que ha aumentado el carácter folletinesco del asunto. Indonesia abandonó ulteriormente el procedimiento, pero en medio de rumores insistentes de corrupción de la familia Suharto, que dirigía entonces el país.

“Todo este dinero que circula agrava directamente el peligro, puesto que se reinvierte en nuevas exploraciones”, observa Lyndel Prott, jefa de la sección de normas internacionales del sector de Cultura de la UNESCO. “Los Estados toleran una dilapidación de tesoros bajo el mar que jamás aceptarían bajo tierra.”

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